La
experiencia pictórica de Fabio Amaya
comienza a finales de los años sesenta y se
consolida desde entonces –en un proceso
lento pero constante– hasta la década de los
noventa, presentando de vez en vez las
etapas de un recorrido estético vasto y
complejo. Sin embargo, es sólo en los
últimos quince años que los resultados de
dicha exploración se transforman en una obra
abierta, dispuesta a encarar una visión
crítica general y de conjunto. Dicha crítica
permitiría identificar los rasgos más
significativos de una obra que hoy aparece
madura, además de reflexionar en torno a los
rumbos y objetivos de un proyecto aún
vigente y en pleno desarrollo.
La labor de Amaya se
concentra en el examen de la condición
humana y en su transposición por imágenes en
clave neo-figurativa, dando vida a una
propuesta original e innovadora. Innovadora
en el plano compositivo y en la búsqueda de
una confrontación entre las formas
expresivas de origen abstracto o informal
con aquellas de la figuración clásica.
Innovadora, además, en la actuación de un
recorrido que abandona la línea y atraviesa
el campo para alcanzar la mancha, utilizando
la luz antes del color y el color con una
paleta insólita. Innovadora y original, en
fin, al participar y aportar a un tema mayor
como el de la condición humana, en el que
muchos maestros del arte europeo han sabido
mantener una tensión estética aún insuperada.
La presente reflexión se
propone pasar en reseña tres aspectos de la
obra de Amaya –uno compositivo, uno técnico
y uno temático– para comprender cómo resulta
posible mantener la coherencia expresiva de
un proyecto estético unitario en un panorama
artístico, como lo es el contemporáneo,
caracterizado por incoherencia,
discontinuidad y mutismo. Objetivo último es
demostrar como la pintura pueda seguir
manteniendo una posición central en el arte
occidental, siempre y cuando de ella emerjan
asuntos penetrantes y contribuya a desmontar
las hagiografías de lo provisorio.
Hacia
una neo-figuración
Reconocer instantáneamente las formas y las figuras en los
lienzos de Amaya no es posible. La
experiencia inmediata, de hecho, no permite
focalizar una imagen inmóvil en la
superficie pintada. Un meandro policromo ora
voraginoso o nebuloso, ora multifacético o
líquido, envuelve uno o varios cuerpos en
movimiento, que comienzan a configurarse con
extrema lentitud. Sólo después de una
pausada observación, los desnudos alcanzan
progresivamente una dimensión formal y se
vuelven reconocibles. ¿Cómo es posible? Las
figuras no resaltan sobre el fondo porque un
espacio en el cual resaltar no se ve, o no
existe o no está vacío. Las formas danzan en
un ámbito semipleno y animado, agolpado de
manchas, alones, fragmentos, hacinado por
otras masas y otras formas en movimiento que
cancelan la posibilidad de reconocimiento de
los cuerpos o, por lo menos, la
obstaculizan.
De este modo aparecen
personajes solitarios o en compañía,
desdibujados por un vaho de niebla, celados
por una selva intrincada, cancelados por
turbiones de lluvia o trastocados por una
tormenta de cristales. La solución
compositiva que los determina y define
esconde en realidad una hipótesis
representativa del espacio decididamente
innovadora en el ámbito de la pintura
contemporánea.
Como el poeta y crítico
español Carlos Bousoño ya ha observado, la
distancia en que son perceptibles las
figuraciones de Amaya se puede medir. Según
las dimensiones, una obra vista muy de cerca
se vuelve completamente abstracta mientras
que, superada una cierta distancia, resulta
sólo figurativa. La visión de las imágenes,
por consiguiente, no depende sólo de un
tiempo de reconocimiento, sino también de un
espacio perceptivo. El contexto
espacio-temporal de la representación
resulta de este modo variable y transporta
al espectador a un ámbito, a menudo definido
onírico, en el que una figuración progresiva
toma forma a partir de elementos
identificables en la tradición expresionista
abstracta. Vale la pena notar cómo las
referencias de esta neo-figuración están más
cerca de las propuestas norteamericanas de
la inmediata posguerra en el cromatismo y el
movimiento, mientras que evocan con mayor
vigor la figuración expresionista europea y
latinoamericana en el plano compositivo y en
la concepción general de la imagen. El
resultado, sin embargo, no es híbrido. Es
una configuración coherente y formal que se
sirve de los mayores aportes de la
experiencia informal: el color animado, el
movimiento visible, la materia emergente y
la iluminación múltiple.
Claro, si el intento del
artista consistiese sólo en combinar una
figuración a partir de elementos informales,
se trataría de un proyecto compositivo
bastante simple, en el que líneas,
superficies y masas contribuyen juntas a la
distinción entre figura y fondo. Pero en la
obra de Amaya la separación entre figura y
fondo, fundamental para la identificación de
todo volumen, ha sido eliminada. El meandro
policromo de una composición calibrada no
admite una visión prospéctica ni ortogonal
del espacio, que de todas maneras aparece
profundo. En esta profundidad, a trechos
hacinada y luminosa, los volúmenes emergen:
parcial, lenta pero progresivamente visibles
en la tela. Esta hipótesis figurativa, que
elimina las coordenadas del espacio a favor
de una profundidad indeterminada, no halla
eco o cotejo en la experiencia pictórica
contemporánea sea europea sea panamericana.
La alteración de la percepción
espacio-temporal que deriva de ello es una
propuesta sin duda inédita, novedosa e
inesperada, en la que el espectador se halla
en un mundo no diacrónico y no realista en
el plano representativo pero del todo
creíble, verosímil y posible en el plano
compositivo.
De la línea al campo a la mancha
1989 es un año fundamental en
la producción de Amaya. Por primera vez, en
efecto, con las obras La caída o
Pensando en Gabriella, todos los colores
que componen la figura solitaria componen
también el espacio que la circunda. El
reconocimiento del volumen, en Pensando
en Gabriella, está dado por la línea:
una línea verde y rosada, con pinceladas
dinámicas, cincela a tramos el límite
sinuoso de una figura femenina danzante. El
propósito es evidente: obtener una silueta
policroma utilizando el verde para las
líneas de sombra y los rasgos del rostro y
el rosado para las claras y los volúmenes
prominentes. La paleta, completada por el
violeta, el ocre y el azul celeste en
encendidos contrastes, determina un
movimiento espacial continuo del individuo
en el espacio o del espacio en torno al
individuo.
En la obra La caída,
en lugar del movimiento, el estatismo de un
cuerpo inerte y probablemente colgado de los
pies domina una escena nocturna, matérica y
de delicada policromía. Los colores que
determinan las líneas de los límites del
área oscura o luminosa son tres: el ocre
indica las zonas del rostro más claras, como
la boca, el mentón o el perfil; el
ultramarino que cubre todas las áreas de
sombra como las caderas y el brazo derecho,
y el naranja que permite reconocer las zonas
intermedias como los flancos, los pómulos y
las costillas. La rebuscada ausencia de
contraste entre las pinceladas se enfatiza
por la acumulación de mucha materia y por
una paleta que suma verdes y naranjas
oxidados. En la profundidad que circunda el
cuerpo que pende es posible soslayar otra
figura, bastante desenfocada, que repropone
el color verde para la silueta general, el
naranja para las zonas intermedias y el
ultramarino para aquellas de sombra. Así
como los colores utilizados para delinear el
cuerpo desdibujado, resultan complementarios
a los de la paleta del cuerpo en primer
plano, igualmente complementaria es la
disposición de las dos siluetas: la una en
caída y nítida y la otra en ascenso y
ofuscada: como si la condición de una se
reflejase en la otra, volcada, sólo después
de una larga observación. Las pinceladas y
brochazos de Pensando en Gabriella
aquí se vuelven más abiertas y dilatadas
como para acoger cualquier tipo de volumen.
En realidad, la línea es todavía visible,
pero el estatismo de la imagen permite una
apertura hacia las masas. Esta solución,
acompañada por una paleta oscura y en
extremo delicada en la composición, aparece
también en la serie de los Narcisos y
los Ícaros, pero pronto cede el paso
a una nueva modalidad expresiva.
En la obra de 1992 Toda
teñida de su propio polvo color rojo
–mejor conocida como El gran rojo– la
línea comienza a desintegrarse. Una figura
femenina en una postura dulcemente dinámica
parece envuelta por los mismos colores que
la determinan. Se trata de tintas mayormente
contrastantes, pero todas adherentes a una
semántica unitaria: rojo oscuro y fuego
claro, violeta, rosado y verde pálido. El
cuerpo se constituye a partir de la
asociación de campos cromáticos y brota
gracias al uso intermitente del rojo oscuro.
En diferentes zonas de la figura –el hombro,
el brazo y el antebrazo derechos, el hombro,
el entero brazo y parte del antebrazo como
también la cadera izquierdos– la línea
desaparece y un campo multifacético se
apodera de la imagen. El cuerpo empieza a
encontrarse a mitad de camino entre lo que
se puede figurar y lo abstracto, entre la
percepción y la imaginación, entre la
memoria y la idea. Aunque aparezca del todo
visible, su posición se vuelve incierta
entre el más acá y el más allá de la tela.
Sin embargo, una sola tinta, como para La
caída o Pensando en Gabriella,
sigue definiendo los límites de la sombra
del volumen. Esta solución, en armonías
cromáticas más variadas, aparece también en
Nacimiento (1991), Transmigración
del alma-Metempsicosis (1992)
y el tríptico Enigma de la Esfinge
(1994), en los que los tonos de sombra
elegidos son respectivamente el violeta, el
cobalto y el verde. El caso de este último
resulta particularmente relevante, porque la
paleta previamente elegida tiende a
reproducir el enlucido blanco de un muro
iluminado por una luz oblicua que pone en
resalto las imperfecciones de la superficie,
como para negar la realidad subyacente de la
tela y en favor de un efecto hiperplástico.
La experiencia con el blanco
determina el abandono definitivo de la línea
a favor del campo como unidad cromática de
composición de la masa. Las soluciones
policromas y sólidamente calibradas del
período 1998-2000 proponen un nuevo tipo de
volumen que se solidifica como un
bajorrelieve de una lámina metálica. En
Éxtasis (1999), por ejemplo –procedente
de la serie Narciso en sueño y
Despertar (los dos de 2000)– el
movimiento de un cuerpo se delinea a través
de una paleta clásica de cinco tintas
complementarias según una modalidad
estrictamente anticlásica. A diferencia del
período lineal, en el que la policromía
separa declaradamente tonos oscuros y
luminosos, con la realización de campos cada
color puede definir una parte de volumen en
luz o en sombra. El mismo azul en efecto
aparece como color de luz en el hombro
derecho y de sombra en el muslo izquierdo.
El rojo, que ilumina el antebrazo derecho,
oscurece la cabellera y compone áreas de
diferentes profundidades en torno a la
figura. El efecto en el plano del
reconocimiento de la composición es
insólito: gracias a los campos se sintetiza
parcial, pero nunca definitivamente, un
volumen alrededor de un espacio visible pero
no delimitable. La separación tradicional
figura-fondo ha sido eliminada. Mas su
composición informal permanece aún estática.
Para indagar sobre este
problema, Amaya realiza una serie de
estudios –que constituyen una parte del
grupo temático dantesco– con el fin de
obtener el control de la paleta. ¿Hasta qué
punto es posible reconocer un volumen? ¿Cuál
es el límite de la disonancia policroma?
¿Los colores puros pueden convivir en una
misma superficie? ¿Cuál es el máximo
contraste luminoso? En Abandono celeste
(2003), el pintor interviene, en la zona
superior de los campos de la tela,
yuxtaponiendo un grupo celeste disgregante.
El efecto es de un contraste tal que obliga
a delimitar visiblemente la zona inferior,
más profunda, tanto por la ubicación del
cuerpo yaciente como por el conjunto
cromático. En «Or discendiam qua nel
cieco mondo» (2002) una auténtica
cascada rojo salmón se apodera del espacio
pictórico, dejando que emerja, sólo a
trechos, la composición de las figuras. Pero
es en «Elle giacean per terra tutte
quante» (2003) donde la paleta produce
un efecto inesperado. La asociación de
colores originalmente puros (primarios y
secundarios) crea un ambiente de elevadísimo
contraste en el que una lluvia infernal
envuelve, atrapa y aplasta en el suelo un
grupo de figuras. En esta atmósfera extrema
los campos adquieren movimiento y cesan de
existir como elementos de configuración
estática. Resulta imposible realizar una
imagen similar sin recurrir a un elemento
cromático de composición dinámica que
sustituya el campo: la mancha.
Con la introducción del
movimiento, Amaya empalma definitivamente el
gesto pictórico con el objetivo que se
propone, transformando los campos en
manchas, unidades compositivas híbridas que
muestran el signo de la acción pictórica,
delimitan volúmenes y amplifican el espacio.
Del campo se llega a la mancha y de ésta a
una selva compositiva libre, en la que sólo
el color mantiene una constante. En
Tríptico de la tempestad (2004)
caracterizado por una recreación insistente
de la paleta en torno al azul turquí, una
floresta de movimientos, vibrato,
ritmos, vórtices o tempestades sugiere la
creación de nuevos personajes. La excursión
alrededor del turquí del Tríptico…
explora el pasaje del tierra de siena al
rojo, al verde, como para identificar tres
estadios de un mismo ambiente. En el
primero, en particular, las manchas
vibrate se transforman progresivamente
en masas –de este modo se delinea el mentón–
o se generan a través de aparentes
cancelaciones. En este tríptico, de todas
maneras, la expresión informal toma la
ventaja sólo al inicio, porque la enérgica
presencia de los rostros produce un
progresivo reconocimiento de las figuras de
arriba hacia abajo, deliberadamente
perpendiculares a la transformación de la
paleta por las substituciones horizontales.
Aún más dinámica es la
generación de una vorágine prospéctica de la
cual emerge, con una lenta torsión hacia
abajo, una criatura, quizás naciente, en la
obra Del maíz (primavera 2004). El
azul turquí aparece calibrado en dos
direcciones hacia el rojo y hacia el ocre.
La masa configurada de este modo gracias a
la paleta adquiere una luz que parece
provenir desde adentro, y no desde atrás o
desde lo alto. La animación de las manchas
indica auténtica energía interior ya no
limitada por los bordes ortogonales de la
tela, sino que espontáneamente emana del
centro. Hay vida en la mancha, en esta selva
salvaje de tintas y libertad donde, con el
mayor rigor de la expresión figurativa y la
fuerza del gesto informal, se manifiesta una
nueva evolución de la modalidad pictórica.
De la línea al campo y del campo a la
mancha. Y hay vida en estas manchas que
revelan una figuración mayúscula y
diferente, testigo de un ailleurs del
todo imposible pero igualmente imaginable
aquí y ahora.
Estética del sufrimiento
La complejidad del proceso
pictórico hasta ahora delineado expresa la
existencia de una poética profunda y
constante que ha madurado con el tiempo
alrededor del tema de la condición humana. A
partir de una confrontación directa y
constante con toda la tradición pictórica
europea y la latinoamericana de la posguerra
sobre este argumento, la producción de Amaya
se construye de modo autónomo confrontándose
con la perdurabilidad de las soluciones y
con la longevidad de los contenidos. Se
trata, ciertamente, de un reto oneroso, que
sin embargo logra contribuir con
consistencia visible al más vasto proceso
evolutivo de la pintura contemporánea. Se
reconocen en este proyecto las señales de
superación de una paresia creativa que
parece abatirse sobre el contexto europeo,
desde hace al menos dos décadas, prisionero
de un desierto de contenidos y reducido a
ser periferia de sí mismo. Amaya atraviesa
la desolación de este escenario con una
visión diferente. La tensión de su recorrido
se orienta ininterrumpidamente hacia una
estética unitaria, no provisional y no
fragmentaria. Una estética no simplificada y
no fenomenológica, sino compleja y
substancial.
De esta pintura nace una
participación emotiva y corpórea en la
realidad, que propone una dimensión
existencial dramática pero igualmente ligada
a la experiencia de la vida. Con vida se
entiende aquí la concreta y plena adhesión
–exenta de cualquier enajenamiento anoréxico
fragmentario– a la estructura de la realidad
de quien la puebla. Si asumir la condición
del hombre contemporáneo conduce fácilmente
al tema de la soledad y del aislamiento, no
es automático que de éste derive un
distanciamiento, un abandono o la renuncia a
una instancia representativa de la
complejidad.
Como muchos artistas del
siglo XX, también Amaya capta y denuncia el
irreversible distanciamiento entre realidad
y aspiración percibiendo en el ánimo un
deseo ilimitado y perpetuo, constreñido, sin
embargo, por una dimensión real discontinua.
Aprehender el sentido secreto de esta
realidad y transformarlo en un conjunto de
imágenes comprensibles se vuelve el objetivo
primario de una búsqueda estética que en los
últimos quince años ha consolidado un
lenguaje original, desarrollando en modo
único e innovador un tema asaz clásico en la
modalidad de la figura aislada o de la
composición de cuerpos desnudos. El desnudo,
de resto, recoge y refleja la esencia del
individuo como metáfora de un mundo y se
presta idealmente a cualquier evocación
simbólica, en particular a la idea del
cuerpo como espejo y miniatura de todo un
cosmos.
Amaya se confronta
directamente con algunos maestros de la
pintura moderna y contemporánea
distorsionando o eliminando los formalismos,
pero respetando regularmente los contenidos
y las metáforas. A diferencia de las
citaciones, que aparecen de forma episódica
y transversal en muchos ejemplos de la
pintura contemporánea, la confrontación
temática frontal confiere aquí a muchas
obras un carácter afirmativo, aunque siempre
saturado de compromiso.
La amplia poética de Amaya,
ya conocida –a partir de la publicación en
1987 del libro de aguafuertes– como
«dramaturgia del dolor», se puede definir
como profunda exploración a través de seis
grandes temas, que confrontan la experiencia
humana con diferentes condiciones: el
espacio danzante, el reflejo de sí, la
multitud, el viaje dantesco, la escansión
del tiempo y la transformación. A éstos
corresponden otros tantos grupos de telas,
que proponen aspectos entre ellos coherentes
de un discurso estético reticular y
reconocible por núcleos.
El primer tema, del
movimiento vital de cuerpos en el espacio,
se convierte en Amaya en el de los espacios
en torno a la figura. La danza se entiende
entonces como un evento ante todo interior
y, sólo después, de relación con el mundo.
En tres pinturas esta propuesta aparece con
evidencia: en Pensando en Gabriella
un vórtice de microfragmentos policromos
filiformes envuelve una figura visiblemente
concentrada en un instante de su propio
movimiento. ¿Es el espacio que danza o es la
bailarina que gira en una nube? Ambas cosas.
La mujer aparece, sólida, en un momento
dilatado que confiere eternidad al instante.
La nube que la confunde en una policromía
filiforme parece en cambio desenrollarse a
lo largo de una perenne recurrencia
sincrónica y a modo de espiral.
El movimiento propuesto por
El gran rojo, en cambio, propone una
confrontación menos fuerte entre llenos y
vacíos, para determinar una auténtica
rarefacción del espacio. Secciones de varias
instantáneas de una figura se confunden aquí
con aquellas que agolpan los límites del
movimiento y sus dimensiones. La fluidez
envolvente es sustituida por un gesto más
ritmado y repetido, orientado a indicar la
dificultad de esta posición. También aquí,
como para la obra sucesiva, la danza es
interior y solitaria, pero el ejemplo de
Éxtasis agrega una ulterior relación. La
bailarina se abandona en una danza con el
espacio mismo, esfumándose literalmente en
el movimiento de ambos. El bailarín
inmaterial de esta pareja no conduce o se
deja llevar en la danza, pero corresponde a
cada gesto y paso configurando una
coreografía unitaria y totalmente dual.
El segundo tema enfrenta una
cuestión fantasma subyacente al
autorretrato, a menudo protagonista en la
pintura italiana y española: el reflejo de
sí. Los dos narcisos realizados a casi once
años de distancia el uno del otro,
constituyen un tema central para Amaya,
ofreciendo diferentes pautas para la
reflexión. El primer narciso, encuadrado de
espaldas, ofrece al espectador sólo el
reflejo de su rostro; el vigor de un cuerpo
joven y acuclillado que se escruta a sí
mismo en la superficie de un espejo
contrasta con la faz dudosa e incierta de
quien no logra reconocerse. Las modalidades
y los cromatismos de esta imagen, que evoca
la organización del espacio siguiendo las
modalidades de Velázquez, tienden a acentuar
tal diferencia: el anverso, que aparece en
primer plano, está iluminado con pinceladas
amarillas y ocres y sombreado por tonos
marrones, grises y azulosos. El frente, que
aparece como reflejo del fondo, está en
cambio determinado por zonas de sombra de la
frente, de los ojos y del cabello. El
reflejo, se descubre luego, no es simétrico.
Al hombro izquierdo, curvado y sostenido por
el brazo tenso, no corresponde su elemento
especular, sino el hombro izquierdo real de
la figura de enfrente. Igual sucede con el
brazo y el muslo. El espejo pues no
restituye un reflejo, sino otro, invertido y
tal vez irreconocible. Narciso se busca y no
se reconoce, perdido en una imposible
búsqueda de sí mismo.
El modelo de Narciso
presentado en la segunda pintura señala una
sorprendente superación del tema. Como un
eco de la lección asimilada de Caravaggio,
también aquí un joven aparece acuclillado,
pero esta vez con la cabeza inclinada y
orientada hacia una zona subyacente y fuera
del cuadro. El espejo de agua del mito, que
en la primera pintura era un umbral
vertical, aquí ha desaparecido. ¿Dónde está
la imagen reflejada? La composición ha sido
patentemente vaciada de la profundidad de
los campos que diluyen los contrastes
vistosos del cuerpo atlético del joven en
una policromía nebulosa e indeterminada. La
figura, más bien, parece desvanecerse en la
dirección de su mirada. Pero, si se observa
mejor, Narciso no mira, porque tiene los
ojos cerrados. Es un Narciso «en sueño»,
como indica el título, soñante y alelado,
incluso cerca del umbral de la muerte.
Narciso, de la voz originaria,
significa precisamente
alelado, crispado, literalmente narcotizado,
o sea «en sueño». Por tal motivo, la flor
del narciso, llamada soporífera, acompaña
los ritos fúnebres de la antigüedad. En el
mito, Narciso es transformado en la flor
homónima y encuentra la muerte, por haberse
enamorado de su propio reflejo, o sea, por
no haber sabido salir de sí y amar a otra
criatura. En el cuadro, como en el mito, al
reconocerse en el reflejo de sí mismo y no
en la búsqueda de otro, su vida pierde
sentido.
El tercer tema de la poética
de Amaya se puede encontrar en la multitud,
entendida como extensión y multiplicación
del estado de soledad. Dos obras en
particular consideran la multitud al
poblarse de personajes: Paraíso
del infierno y No todo es vigilia la
de los ojos abiertos.
En Paraíso… un número
de personajes colma en diversos planos una
escena nocturna. A la izquierda, un cuerpo
masculino marcadamente miguelangelesco
parece darse vuelta hacia atrás y hacia el
centro compositivo de la obra. A la derecha,
lo complementa y corresponde un abrazo entre
un hombre y una mujer, esta última
abandonada y sostenida por los brazos de él
que parece levantarla. Los dos núcleos que
equilibran simétricamente la composición, se
encuentran casi en el mismo plano, pero no
comunican entre ellos. Están juntos sin
pertenecer al mismo espacio. Del área
central y profunda de la pintura emergen
figuras aisladas que tienden a acentuar este
efecto: el rostro y el torso de una figura
masculina que intenta levantarse del suelo;
otro hombre acurrucado y aparentemente
comprimido por el escenario mismo; un tercer
individuo, que se debate en esta oscuridad
policroma. Es una multitud de soledades, que
no pueden compartir la misma realidad, pues
ésta no es legible de manera uniforme para
todos. Cada personaje parece participar del
propio incomunicable dolor, expresado al
unísono también por la pareja que se abraza.
Pero no emerge una visión coral, o de común
participación. El título mismo, que alude a
una posición antitética y difícilmente
admisible, empuja al individuo a un
equilibrio perenne entre dos mundos o
condiciones extremas.
Realizado siete años después
de Paraíso…, el segundo cuadro
presenta esta visión dándole substancia con
una afirmación precisa: No todo es
vigilia la de los ojos abiertos. La
imagen presenta de súbito una paradoja,
porque también en este caso ninguno de los
personajes de la pintura tiene los ojos
abiertos. ¿Qué significa entonces este
título? Se trata de un ensayo publicado en
1928 por el maestro de Borges, el filósofo y
poeta argentino Macedonio Fernández, que
propone una reconstrucción de la realidad a
partir de estados perceptivos progresivos:
la visión racional, la visión onírica y la
visión mística. La alternancia de estos
estados, guiados por la pasión entendida
como participación en la vida, conduce,
según Macedonio, a la contemplación de la
eternidad. Amaya parece interpretar este
pensamiento anulando las referencias
espacio-temporales que vinculan la mirada a
la visión racional. ¿Dónde se encuentran los
personajes de la pintura? El primero, a la
izquierda, propone exactamente el escorzo de
Paraíso…, si bien aquí la composición
por campos tirando a manchas vuelve mucho
más evidente la disolución de la masa
corpórea en el ambiente. El cuerpo, por otra
parte, ya no parece retroceder, sino
dirigirse hacia adentro con una torsión
rotatoria. El resto de la composición
mantiene el mismo esquema: otras dos
figuras, una masculina y una femenina,
provienen de la extremidad del cuadro y
parecen dejarse aspirar hacia el centro. El
resultado es un movimiento espiraliforme,
orientado hacia el centro, que conduce tres
personajes autónomos a una misma disolución.
Tal estado de visión onírica presenta
entonces una realidad diferente de aquella
de la simple vigilia racional y mucho más
rica y compleja. Una sola multitud se
desliza ciegamente hacia lo indeterminado,
en un movimiento en espiral al que parece
destinada, solitaria y diversa cada una por
origen y movimiento, mas no por destinación.
El cuarto tema del recorrido
poético de Amaya es el del viaje dantesco,
como aparece en un conjunto de obras
dedicadas a la obra del supremo poeta
italiano. En 2000 «Piovean di fuoco
dilatate falde», inaugura el primero de
una serie inspirada en el poema infernal,
expresamente descrito por el verso XVI:30
del Inferno. El texto describe el
escenario de una vasta y silenciosa lluvia
de fuego que cae en colas dilatadas como la
nieve sin viento en un desierto habitado por
grupos de blasfemos usureros y sodomitas. La
recreación pictórica presenta la
ambivalencia humana y bestial de los
condenados, de los rostros distorsionados en
máscaras goyescas o ausentes y envueltos por
el fulgor naranja de nubes incendiadas.
A partir de este cuadro,
Amaya emprende un auténtico viaje por los
territorios infernales, que lo lleva a
realizar en 2002 otras dos obras. La primera
«Ma quell’anime che eran lasse e nude»
propone a partir del verso III:100 el primer
impacto con las almas miserables y desnudas
de los condenados, que se aprestan a superar
el umbral de la antesala del infierno y «Or
discendiam qua nel cieco mondo»,
en el que aparece, en IV:13, una visión de
la ciega e inmensa profundidad del cono que
desciende hacia el infierno. El mundo
«ciego» de Amaya es un mundo privado de la
luz del pensamiento y por lo tanto demente:
he aquí entonces que la profundidad infernal
asume la policromía vivida y contrastada por
una realidad violenta visible para todos en
su absurda ceguera. En 2003 el autor retoma
el tema con «Elle giacean per terra tutte
quante» –
Inferno
VI:37 –
en el que una lluvia grave,
rumorosa y constante aplasta contra el suelo
sombras faltas de una real consistencia
corpórea. En el lienzo una tempestad de
colores puros se abate sobra una figura
semi-supina y parece hacer precipitar con
movimiento fluctuante otras dos
aparentemente despojadas de masa. Aún más
contrastada que en la obra precedente, la
luminosidad de la escena añade violencia y
dureza al impacto de la condición de los
condenados. Se percibe un infierno
existencial, dominado por una mancha líquida
y petrificada al mismo tiempo, vital en la
eterna violencia que comunica una selva
animada.
Completa hasta hoy la serie
Abandono celeste, dedicado al
tránsito hacia el Purgatorio, que
indica el desarrollo ulterior orientado
hacia otros cantos dantescos: aquí dos
figuras parecen corresponder a dos mundos y
contextos separados por un límite marcado
por un horizonte lineal. Se trata del
despertar de Dante del infierno y de su
ingreso en el purgatorio a través del rostro
de la guía femenina del paraíso, Beatriz,
delicadamente abandonada y casi melancólica
en una esfera también cromáticamente
celeste. El evidente tratamiento de la
paleta, la diversidad prospéctica de los
cuerpos y el umbral horizontal subrayan, en
fin, una diversidad esencial, como aquella
entre vigilia lúcida y onírica, o entre
tierra y cielo, o incluso entre masculino y
femenino, pero sugieren también el deseo de
superación y de fusión entre mundos y
dimensiones lejanas y diferentes.
El quinto tema encara el
problema de la narración en el espacio, o
sea la definición temporal de una serie de
imágenes. A la base de la composición de
casi todos los trípticos pictóricos, se
verifica en Amaya la presentación de
individuos solos antes, durante y después de
un evento. Como en tres fotogramas de un
único movimiento, la figura resulta siempre
transformada en su estado a partir de
veloces cambios en la posición, el
cromatismo o la composición. El efecto
general de mutación de una figura a otra es
siempre muy superior a las señales que lo
evidencian, precisamente porque el flujo de
la temporalidad interrumpe e inmoviliza la
visión pictórica.
Esta hipótesis halla su
origen en 1989 con el tríptico Tres modos
de malentender y reaparece en 1994 con
Enigma de la Esfinge, en el que tres
rostros femeninos interpretan otras tantas
estaciones de la vida. En 2001 el tema se
retoma y el pintor lo elabora en forma
madura con la obra Tríptico del fuego.
El primer plano de una figura femenina
despunta a la izquierda de una compleja
composición de manchas. Su mirada se dirige
más allá de la pintura, en una tensión
motivada por un ailleurs. El mismo
personaje reaparece en seguida con los ojos
cerrados y la cabeza inclinada, como quien
comprime en una torsión definitiva la mirada
precedente. Le responde, como en
contrapunteo, a una nueva presencia sobre el
lado derecho, visible en un plano diferente
y presente en el espacio hasta el torso, que
parece reproducir la tensión emotiva de la
primera escena. El tercer cuadro cancela
definitivamente la figura protagonista,
sustituyéndola con la del fondo del primero
que aparece en la misma posición pero con un
escorzo diferente. ¿Qué ha pasado? Un evento
perceptivo, señalado por la visión de la
primera figura, lo repite aparentemente la
segunda. En realidad el suceso es
irrepetible, así como insustituible lo es el
individuo. La repetición de un gesto, un
rostro, una mirada, no produce sincronía,
sino ciclos insertados en una estructura
temporal irreversible y diacrónica. La
última escena no es la primera, porque quien
la interpreta es otro. Nace la hipótesis de
que el tiempo, por más que sea cíclico y
compuesto por eventos repetibles, contenga,
de todas maneras, una dimensión diacrónica
que vuelve irrepetibles los individuos e
irreversibles los acontecimientos.
El Tríptico de la
tempestad desarrolla en 2004 esta
visión, volviendo a proponer la estructura
compositiva del Tríptico de la selva
e incluso la de Tres modos de malentender,
estos últimos trípticos en pintura y dibujo
de grandes dimensiones, los dos de 1989. En
ellos, la misma figura aparece en tres
escorzos –de tres cuartos, frontal y de
nuevo de tres cuartos especular al primero–,
en una tensión de todo el cuerpo dirigida
hacia lo alto. La versión de La tempestad
respeta esta composición, pero la secuencia
temporal narra un suceso completamente
diverso. Una serie de manchas de impronta
informal o figurativa que evocan el gesto de
Tápies, el trazo de Tamayo o la policromía
de Obregón, determina tres órdenes de
movimientos horizontales; esta fluctuación
la anima una paleta circular que gira
entorno al turquí, compuesta por azul
cobalto, rojo cadmio oscuro, verde veronés y
calibrada por una compacta transición
ocre-tierra de siena. El escenario,
literalmente tempestuoso, se sostiene con la
sola configuración abstracta de los tres
movimientos independientes entre sí. No
obstante, en la parte superior de cada uno
de las tres núcleos policromos se delinean
los rostros de una figura que cambia junto
con el propio espacio. La fusión entre masa
y mancha es tal que logra desacelerar la
emersión óptica de los cuerpos al punto de
llevarlos a una lenta suspensión e
indeterminación, casi a tener que
preguntarse si un cuerpo pueda realmente
habitar un espacio. Un individuo,
lúcidamente consciente del repentino e
inevitable cambio de escenario, no lo
combate ni lo resiente: se compenetra con la
tempestad, confrontándose valerosamente con
un horizonte de eventos que circundan el
abismo.
El sexto tema aborda la
naturaleza de la existencia humana,
entendida en sus orígenes como irreversible
caída en el mundo, para evolucionar hacia un
equilibrio entre estados opuestos y llegar a
la idea de transformación y pasaje hacia la
vida.
La primera obra que marca un
abierto inicio de esta temática en 1989 es,
una vez más, La caída, con el
personaje femenino suspendido boca abajo. Su
contrario, desenfocado y apenas perceptible,
tiende los brazos hacia lo alto, como para
ratificar el deseo que opone y combate un
estado de encarcelamiento existencial. La
idea de caída en realidad tiene un comienzo
ya en 1987, con la interpretación del mito
de Ícaro elaborada en una serie de dibujos
de gran formato, en los que una figura
masculina falta de alas se precipita
velozmente hacia un abismo aparentemente sin
límite y con una aceleración a guisa de
parábola. Si en La caída este
principio se aplica a la condición del
individuo condenado a una suspensión volcada
hacia abajo, con el tiempo el pintor retoma
y reinterpreta la figura de Ícaro en un
contexto más amplio. De 2004 es,
precisamente, la versión de Ícaro entre
esfinges, donde un Ícaro en una visión
frontal se coloca entre dos rostros
simétricos. La especularidad de esta
composición resulta inmediata: un desnudo
masculino orientado hacia abajo se opone,
por dirección y naturaleza, a dos rostros
femeninos, opuestos también en la luz diurna
y nocturna que emiten. La caída es aquí el
descenso de un cuerpo tenso, materialmente
masculino, que no puede comunicar con su
esfera opuesta, a-corpórea, inmaterial y
femenina. En el lienzo Abandono celeste,
dos mundos tampoco se encuentran, resultando
literalmente separados por un umbral. Aquí,
en cambio, aparecen totalmente
compenetrados. Ícaro que se precipita desde
lo más alto de su soberbia, atraviesa sin
verla la eternidad sidérea contemplada por
las esfinges, inmóviles e inconocibles en
una perenne alternancia de lo diurno y lo
nocturno.
El tema, sin embargo, está
destinado a evolucionar todavía, creciendo
de nuevo sobre la propuesta poética de La
caída y desarrollando ulteriormente la
idea de transformación inaugurada en 1992
con Metempsicosis y más de una vez
indicada como elemento fundacional de la
experiencia humana. La obra más reciente de
esta producción, Del Maíz, presenta
un personaje que no cae, sino que brota de
un origen distante y desconocido. No se
eleva, transmigrando hacia otra dimensión y
tampoco se precipita. Su movimiento,
lentamente rotatorio, crea un efecto de
emanación desde la profundidad, desde las
vísceras hacia el exterior, como si se
tratara de un nacimiento. Es un cuerpo
desnudo que no permanece suspendido o
colgado sino que llega al mundo a través de
un proceso de salida, de laboriosa
transformación de un estado a otro. La
expresión del Maíz hace referencia al título
de una novela del Nobel guatemalteco Miguel
Ángel Asturias, Hombres de maíz, que
a la vez repropone un mito maya de la
creación del hombre, plasmado por los dioses
con masa de maíz. En esta significativa
cosmovisión el hombre americano llega al
mundo como resultado de una lenta y
laboriosa combinación de naturaleza y
esfuerzo que termina en una forma
reconocible, animada y de color amarillo
oro. De un amarillo que sólo un artista
americano puede haber interiorizado, junto a
una paleta abigarrada que, lenta pero
inexorablemente, abandona o se distancia del
cromatismo europeo.
Así es el nacimiento, parece
sugerir Amaya, que sintetiza en un evento la
dificultad y, al mismo tiempo, las infinitas
posibilidades de transformación que ofrece
la condición humana.
Hilando estos temas –el
espacio danzante, el reflejo de sí, la
multitud, el viaje dantesco, la escansión
del tiempo y la transformación– se puede
fijar una trama reticular común; estos
elementos arman los nudos de una estética
del sufrimiento, que emplaza, a su vez, una
visión dramática pero valerosa de la
existencia humana. Los protagonistas de esta
realidad aparecen constreñidos al perpetuo
tormento espiritual de la travesía de lo
insuperable. A veces son espíritus que
atraviesan el infierno azotados por una
tempestad de fragmentos, o se trata de
cuerpos débilmente fluctuantes en ambientes
enrarecidos, o más aún, figuras que se
destacan, a trechos, vibrando entre las
frondas. Estos cuerpos, entre las manchas en
perpetua tensión y transformación, se
debaten entre periodos de constricción e
instantes de libertad, desplegando la
energía de una gran desesperación. Es una
estética del dolor como experiencia
ineluctable, que destruye y vuelve a crear
al ser humano, regenerando, de vez en vez,
la vida. Se advierte un renacimiento tan
intenso que es capaz de ignorar el límite
natural impuesto por el tiempo y el espacio.
Pero a la vez tan enérgico que es diestro en
animar esa mancha salvaje que protege entre
las sombras a los vivos en quietud o los
redime, en la luz, durante la tempestad.
Porque si se observa la obra de Amaya con
atención, ella demuestra que hay realmente
vida en la mancha. |