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									La 
									experiencia pictórica de Fabio Amaya 
									comienza a finales de los años sesenta y se 
									consolida desde entonces –en un proceso 
									lento pero constante– hasta la década de los 
									noventa, presentando de vez en vez las 
									etapas de un recorrido estético vasto y 
									complejo. Sin embargo, es sólo en los 
									últimos quince años que los resultados de 
									dicha exploración se transforman en una obra 
									abierta, dispuesta a encarar una visión 
									crítica general y de conjunto. Dicha crítica 
									permitiría identificar los rasgos más 
									significativos de una obra que hoy aparece 
									madura, además de reflexionar en torno a los 
									rumbos y objetivos de un proyecto aún 
									vigente y en pleno desarrollo. 
									La labor de Amaya se 
									concentra en el examen de la condición 
									humana y en su transposición por imágenes en 
									clave neo-figurativa, dando vida a una 
									propuesta original e innovadora. Innovadora 
									en el plano compositivo y en la búsqueda de 
									una confrontación entre las formas 
									expresivas de origen abstracto o informal 
									con aquellas de la figuración clásica. 
									Innovadora, además, en la actuación de un 
									recorrido que abandona la línea y atraviesa 
									el campo para alcanzar la mancha, utilizando 
									la luz antes del color y el color con una 
									paleta insólita. Innovadora y original, en 
									fin, al participar y aportar a un tema mayor 
									como el de la condición humana, en el que 
									muchos maestros del arte europeo han sabido 
									mantener una tensión estética aún insuperada.
									 
									
									La presente reflexión se 
									propone pasar en reseña tres aspectos de la 
									obra de Amaya –uno compositivo, uno técnico 
									y uno temático– para comprender cómo resulta 
									posible mantener la coherencia expresiva de 
									un proyecto estético unitario en un panorama 
									artístico, como lo es el contemporáneo, 
									caracterizado por incoherencia, 
									discontinuidad y mutismo. Objetivo último es 
									demostrar como la pintura pueda seguir 
									manteniendo una posición central en el arte 
									occidental, siempre y cuando de ella emerjan 
									asuntos penetrantes y contribuya a desmontar 
									las hagiografías de lo provisorio.  Hacia 
									una neo-figuración
									Reconocer instantáneamente las formas y las figuras en los 
									lienzos de Amaya no es posible. La 
									experiencia inmediata, de hecho, no permite 
									focalizar una imagen inmóvil en la 
									superficie pintada. Un meandro policromo ora 
									voraginoso o nebuloso, ora multifacético o 
									líquido, envuelve uno o varios cuerpos en 
									movimiento, que comienzan a configurarse con 
									extrema lentitud. Sólo después de una 
									pausada observación, los desnudos alcanzan 
									progresivamente una dimensión formal y se 
									vuelven reconocibles. ¿Cómo es posible? Las 
									figuras no resaltan sobre el fondo porque un 
									espacio en el cual resaltar no se ve, o no 
									existe o no está vacío. Las formas danzan en 
									un ámbito semipleno y animado, agolpado de 
									manchas, alones, fragmentos, hacinado por 
									otras masas y otras formas en movimiento que 
									cancelan la posibilidad de reconocimiento de 
									los cuerpos o, por lo menos, la 
									obstaculizan. 
									
									De este modo aparecen 
									personajes solitarios o en compañía, 
									desdibujados por un vaho de niebla, celados 
									por una selva intrincada, cancelados por 
									turbiones de lluvia o trastocados por una 
									tormenta de cristales. La solución 
									compositiva que los determina y define 
									esconde en realidad una hipótesis 
									representativa del espacio decididamente 
									innovadora en el ámbito de la pintura 
									contemporánea.  
									
									Como el poeta y crítico 
									español Carlos Bousoño ya ha observado, la 
									distancia en que son perceptibles las 
									figuraciones de Amaya se puede medir. Según 
									las dimensiones, una obra vista muy de cerca 
									se vuelve completamente abstracta mientras 
									que, superada una cierta distancia, resulta 
									sólo figurativa. La visión de las imágenes, 
									por consiguiente, no depende sólo de un 
									tiempo de reconocimiento, sino también de un 
									espacio perceptivo. El contexto 
									espacio-temporal de la representación 
									resulta de este modo variable y transporta 
									al espectador a un ámbito, a menudo definido 
									onírico, en el que una figuración progresiva 
									toma forma a partir de elementos 
									identificables en la tradición expresionista 
									abstracta. Vale la pena notar cómo las 
									referencias de esta neo-figuración están más 
									cerca de las propuestas norteamericanas de 
									la inmediata posguerra en el cromatismo y el 
									movimiento, mientras que evocan con mayor 
									vigor la figuración expresionista europea y 
									latinoamericana en el plano compositivo y en 
									la concepción general de la imagen. El 
									resultado, sin embargo, no es híbrido. Es 
									una configuración coherente y formal que se 
									sirve de los mayores aportes de la 
									experiencia informal: el color animado, el 
									movimiento visible, la materia emergente y 
									la iluminación múltiple. 
									
									Claro, si el intento del 
									artista consistiese sólo en combinar una 
									figuración a partir de elementos informales, 
									se trataría de un proyecto compositivo 
									bastante simple, en el que líneas, 
									superficies y masas contribuyen juntas a la 
									distinción entre figura y fondo. Pero en la 
									obra de Amaya la separación entre figura y 
									fondo, fundamental para la identificación de 
									todo volumen, ha sido eliminada. El meandro 
									policromo de una composición calibrada no 
									admite una visión prospéctica ni ortogonal 
									del espacio, que de todas maneras aparece 
									profundo. En esta profundidad, a trechos 
									hacinada y luminosa, los volúmenes emergen: 
									parcial, lenta pero progresivamente visibles 
									en la tela. Esta hipótesis figurativa, que 
									elimina las coordenadas del espacio a favor 
									de una profundidad indeterminada, no halla 
									eco o cotejo en la experiencia pictórica 
									contemporánea sea europea sea panamericana. 
									La alteración de la percepción 
									espacio-temporal que deriva de ello es una 
									propuesta sin duda inédita, novedosa e 
									inesperada, en la que el espectador se halla 
									en un mundo no diacrónico y no realista en 
									el plano representativo pero del todo 
									creíble, verosímil y posible en el plano 
									compositivo.  
									
									
									De la línea al campo a la mancha 
									
									1989 es un año fundamental en 
									la producción de Amaya. Por primera vez, en 
									efecto, con las obras La caída o 
									Pensando en Gabriella, todos los colores 
									que componen la figura solitaria componen 
									también el espacio que la circunda. El 
									reconocimiento del volumen, en Pensando 
									en Gabriella, está dado por la línea: 
									una línea verde y rosada, con pinceladas 
									dinámicas, cincela a tramos el límite 
									sinuoso de una figura femenina danzante. El 
									propósito es evidente: obtener una silueta 
									policroma utilizando el verde para las 
									líneas de sombra y los rasgos del rostro y 
									el rosado para las claras y los volúmenes 
									prominentes. La paleta, completada por el 
									violeta, el ocre y el azul celeste en 
									encendidos contrastes, determina un 
									movimiento espacial continuo del individuo 
									en el espacio o del espacio en torno al 
									individuo. 
									
									En la obra La caída, 
									en lugar del movimiento, el estatismo de un 
									cuerpo inerte y probablemente colgado de los 
									pies domina una escena nocturna, matérica y 
									de delicada policromía. Los colores que 
									determinan las líneas de los límites del 
									área oscura o luminosa son tres: el ocre 
									indica las zonas del rostro más claras, como 
									la boca, el mentón o el perfil; el 
									ultramarino que cubre todas las áreas de 
									sombra como las caderas y el brazo derecho, 
									y el naranja que permite reconocer las zonas 
									intermedias como los flancos, los pómulos y 
									las costillas. La rebuscada ausencia de 
									contraste entre las pinceladas se enfatiza 
									por la acumulación de mucha materia y por 
									una paleta que suma verdes y naranjas 
									oxidados. En la profundidad que circunda el 
									cuerpo que pende es posible soslayar otra 
									figura, bastante desenfocada, que repropone 
									el color verde para la silueta general, el 
									naranja para las zonas intermedias y el 
									ultramarino para aquellas de sombra. Así 
									como los colores utilizados para delinear el 
									cuerpo desdibujado, resultan complementarios 
									a los de la paleta del cuerpo en primer 
									plano, igualmente complementaria es la 
									disposición de las dos siluetas: la una en 
									caída y nítida y la otra en ascenso y 
									ofuscada: como si la condición de una se 
									reflejase en la otra, volcada, sólo después 
									de una larga observación. Las pinceladas y 
									brochazos de Pensando en Gabriella 
									aquí se vuelven más abiertas y dilatadas 
									como para acoger cualquier tipo de volumen. 
									En realidad, la línea es todavía visible, 
									pero el estatismo de la imagen permite una 
									apertura hacia las masas. Esta solución, 
									acompañada por una paleta oscura y en 
									extremo delicada en la composición, aparece 
									también en la serie de los Narcisos y 
									los Ícaros, pero pronto cede el paso 
									a una nueva modalidad expresiva. 
									En la obra de 1992 Toda 
									teñida de su propio polvo color rojo 
									–mejor conocida como El gran rojo– la 
									línea comienza a desintegrarse. Una figura 
									femenina en una postura dulcemente dinámica 
									parece envuelta por los mismos colores que 
									la determinan. Se trata de tintas mayormente 
									contrastantes, pero todas adherentes a una 
									semántica unitaria: rojo oscuro y fuego 
									claro, violeta, rosado y verde pálido. El 
									cuerpo se constituye a partir de la 
									asociación de campos cromáticos y brota 
									gracias al uso intermitente del rojo oscuro. 
									En diferentes zonas de la figura –el hombro, 
									el brazo y el antebrazo derechos, el hombro, 
									el entero brazo y parte del antebrazo como 
									también la cadera izquierdos– la línea 
									desaparece y un campo multifacético se 
									apodera de la imagen. El cuerpo empieza a 
									encontrarse a mitad de camino entre lo que 
									se puede figurar y lo abstracto, entre la 
									percepción y la imaginación, entre la 
									memoria y la idea. Aunque aparezca del todo 
									visible, su posición se vuelve incierta 
									entre el más acá y el más allá de la tela. 
									Sin embargo, una sola tinta, como para La 
									caída o Pensando en Gabriella, 
									sigue definiendo los límites de la sombra 
									del volumen. Esta solución, en armonías 
									cromáticas más variadas, aparece también en
									Nacimiento (1991), Transmigración
									del alma-Metempsicosis (1992) 
									y el tríptico Enigma de la Esfinge 
									(1994), en los que los tonos de sombra 
									elegidos son respectivamente el violeta, el 
									cobalto y el verde. El caso de este último 
									resulta particularmente relevante, porque la 
									paleta previamente elegida tiende a 
									reproducir el enlucido blanco de un muro 
									iluminado por una luz oblicua que pone en 
									resalto las imperfecciones de la superficie, 
									como para negar la realidad subyacente de la 
									tela y en favor de un efecto hiperplástico. 
									La experiencia con el blanco 
									determina el abandono definitivo de la línea 
									a favor del campo como unidad cromática de 
									composición de la masa. Las soluciones 
									policromas y sólidamente calibradas del 
									período 1998-2000 proponen un nuevo tipo de 
									volumen que se solidifica como un 
									bajorrelieve de una lámina metálica. En 
									Éxtasis (1999), por ejemplo –procedente 
									de la serie Narciso en sueño y 
									Despertar (los dos de 2000)– el 
									movimiento de un cuerpo se delinea a través 
									de una paleta clásica de cinco tintas 
									complementarias según una modalidad 
									estrictamente anticlásica. A diferencia del 
									período lineal, en el que la policromía 
									separa declaradamente tonos oscuros y 
									luminosos, con la realización de campos cada 
									color puede definir una parte de volumen en 
									luz o en sombra. El mismo azul en efecto 
									aparece como color de luz en el hombro 
									derecho y de sombra en el muslo izquierdo. 
									El rojo, que ilumina el antebrazo derecho, 
									oscurece la cabellera y compone áreas de 
									diferentes profundidades en torno a la 
									figura. El efecto en el plano del 
									reconocimiento de la composición es 
									insólito: gracias a los campos se sintetiza 
									parcial, pero nunca definitivamente, un 
									volumen alrededor de un espacio visible pero 
									no delimitable. La separación tradicional 
									figura-fondo ha sido eliminada. Mas su 
									composición informal permanece aún estática. 
									Para indagar sobre este 
									problema, Amaya realiza una serie de 
									estudios –que constituyen una parte del 
									grupo temático dantesco– con el fin de 
									obtener el control de la paleta. ¿Hasta qué 
									punto es posible reconocer un volumen? ¿Cuál 
									es el límite de la disonancia policroma? 
									¿Los colores puros pueden convivir en una 
									misma superficie? ¿Cuál es el máximo 
									contraste luminoso? En Abandono celeste 
									(2003), el pintor interviene, en la zona 
									superior de los campos de la tela, 
									yuxtaponiendo un grupo celeste disgregante. 
									El efecto es de un contraste tal que obliga 
									a delimitar visiblemente la zona inferior, 
									más profunda, tanto por la ubicación del 
									cuerpo yaciente como por el conjunto 
									cromático. En «Or discendiam qua nel 
									cieco mondo» (2002) una auténtica 
									cascada rojo salmón se apodera del espacio 
									pictórico, dejando que emerja, sólo a 
									trechos, la composición de las figuras. Pero 
									es en «Elle giacean per terra tutte 
									quante» (2003) donde la paleta produce 
									un efecto inesperado. La asociación de 
									colores originalmente puros (primarios y 
									secundarios) crea un ambiente de elevadísimo 
									contraste en el que una lluvia infernal 
									envuelve, atrapa y aplasta en el suelo un 
									grupo de figuras. En esta atmósfera extrema 
									los campos adquieren movimiento y cesan de 
									existir como elementos de configuración 
									estática. Resulta imposible realizar una 
									imagen similar sin recurrir a un elemento 
									cromático de composición dinámica que 
									sustituya el campo: la mancha. 
									 
									Con la introducción del 
									movimiento, Amaya empalma definitivamente el 
									gesto pictórico con el objetivo que se 
									propone, transformando los campos en 
									manchas, unidades compositivas híbridas que 
									muestran el signo de la acción pictórica, 
									delimitan volúmenes y amplifican el espacio. 
									Del campo se llega a la mancha y de ésta a 
									una selva compositiva libre, en la que sólo 
									el color mantiene una constante. En 
									Tríptico de la tempestad (2004) 
									caracterizado por una recreación insistente 
									de la paleta en torno al azul turquí, una 
									floresta de movimientos, vibrato, 
									ritmos, vórtices o tempestades sugiere la 
									creación de nuevos personajes. La excursión 
									alrededor del turquí del Tríptico… 
									explora el pasaje del tierra de siena al 
									rojo, al verde, como para identificar tres 
									estadios de un mismo ambiente. En el 
									primero, en particular, las manchas 
									vibrate se transforman progresivamente 
									en masas –de este modo se delinea el mentón– 
									o se generan a través de aparentes 
									cancelaciones. En este tríptico, de todas 
									maneras, la expresión informal toma la 
									ventaja sólo al inicio, porque la enérgica 
									presencia de los rostros produce un 
									progresivo reconocimiento de las figuras de 
									arriba hacia abajo, deliberadamente 
									perpendiculares a la transformación de la 
									paleta por las substituciones horizontales. 
									Aún más dinámica es la 
									generación de una vorágine prospéctica de la 
									cual emerge, con una lenta torsión hacia 
									abajo, una criatura, quizás naciente, en la 
									obra Del maíz (primavera 2004). El 
									azul turquí aparece calibrado en dos 
									direcciones hacia el rojo y hacia el ocre. 
									La masa configurada de este modo gracias a 
									la paleta adquiere una luz que parece 
									provenir desde adentro, y no desde atrás o 
									desde lo alto. La animación de las manchas 
									indica auténtica energía interior ya no 
									limitada por los bordes ortogonales de la 
									tela, sino que espontáneamente emana del 
									centro. Hay vida en la mancha, en esta selva 
									salvaje de tintas y libertad donde, con el 
									mayor rigor de la expresión figurativa y la 
									fuerza del gesto informal, se manifiesta una 
									nueva evolución de la modalidad pictórica. 
									De la línea al campo y del campo a la 
									mancha. Y hay vida en estas manchas que 
									revelan una figuración mayúscula y 
									diferente, testigo de un ailleurs del 
									todo imposible pero igualmente imaginable 
									aquí y ahora.   
									
									Estética del sufrimiento 
									La complejidad del proceso 
									pictórico hasta ahora delineado expresa la 
									existencia de una poética profunda y 
									constante que ha madurado con el tiempo 
									alrededor del tema de la condición humana. A 
									partir de una confrontación directa y 
									constante con toda la tradición pictórica 
									europea y la latinoamericana de la posguerra 
									sobre este argumento, la producción de Amaya 
									se construye de modo autónomo confrontándose 
									con la perdurabilidad de las soluciones y 
									con la longevidad de los contenidos. Se 
									trata, ciertamente, de un reto oneroso, que 
									sin embargo logra contribuir con 
									consistencia visible al más vasto proceso 
									evolutivo de la pintura contemporánea. Se 
									reconocen en este proyecto las señales de 
									superación de una paresia creativa que 
									parece abatirse sobre el contexto europeo, 
									desde hace al menos dos décadas, prisionero 
									de un desierto de contenidos y reducido a 
									ser periferia de sí mismo. Amaya atraviesa 
									la desolación de este escenario con una 
									visión diferente. La tensión de su recorrido 
									se orienta ininterrumpidamente hacia una 
									estética unitaria, no provisional y no 
									fragmentaria. Una estética no simplificada y 
									no fenomenológica, sino compleja y 
									substancial. 
									De esta pintura nace una 
									participación emotiva y corpórea en la 
									realidad, que propone una dimensión 
									existencial dramática pero igualmente ligada 
									a la experiencia de la vida. Con vida se 
									entiende aquí la concreta y plena adhesión 
									–exenta de cualquier enajenamiento anoréxico 
									fragmentario– a la estructura de la realidad 
									de quien la puebla. Si asumir la condición 
									del hombre contemporáneo conduce fácilmente 
									al tema de la soledad y del aislamiento, no 
									es automático que de éste derive un 
									distanciamiento, un abandono o la renuncia a 
									una instancia representativa de la 
									complejidad.  
									Como muchos artistas del 
									siglo XX, también Amaya capta y denuncia el 
									irreversible distanciamiento entre realidad 
									y aspiración percibiendo en el ánimo un 
									deseo ilimitado y perpetuo, constreñido, sin 
									embargo, por una dimensión real discontinua. 
									Aprehender el sentido secreto de esta 
									realidad y transformarlo en un conjunto de 
									imágenes comprensibles se vuelve el objetivo 
									primario de una búsqueda estética que en los 
									últimos quince años ha consolidado un 
									lenguaje original, desarrollando en modo 
									único e innovador un tema asaz clásico en la 
									modalidad de la figura aislada o de la 
									composición de cuerpos desnudos. El desnudo, 
									de resto, recoge y refleja la esencia del 
									individuo como metáfora de un mundo y se 
									presta idealmente a cualquier evocación 
									simbólica, en particular a la idea del 
									cuerpo como espejo y miniatura de todo un 
									cosmos.  
									Amaya se confronta 
									directamente con algunos maestros de la 
									pintura moderna y contemporánea 
									distorsionando o eliminando los formalismos, 
									pero respetando regularmente los contenidos 
									y las metáforas. A diferencia de las 
									citaciones, que aparecen de forma episódica 
									y transversal en muchos ejemplos de la 
									pintura contemporánea, la confrontación 
									temática frontal confiere aquí a muchas 
									obras un carácter afirmativo, aunque siempre 
									saturado de compromiso.  
									La amplia poética de Amaya, 
									ya conocida –a partir de la publicación en 
									1987 del libro de aguafuertes– como 
									«dramaturgia del dolor», se puede definir 
									como profunda exploración a través de seis 
									grandes temas, que confrontan la experiencia 
									humana con diferentes condiciones: el 
									espacio danzante, el reflejo de sí, la 
									multitud, el viaje dantesco, la escansión 
									del tiempo y la transformación. A éstos 
									corresponden otros tantos grupos de telas, 
									que proponen aspectos entre ellos coherentes 
									de un discurso estético reticular y 
									reconocible por núcleos.  
									El primer tema, del 
									movimiento vital de cuerpos en el espacio, 
									se convierte en Amaya en el de los espacios 
									en torno a la figura. La danza se entiende 
									entonces como un evento ante todo interior 
									y, sólo después, de relación con el mundo. 
									En tres pinturas esta propuesta aparece con 
									evidencia: en Pensando en Gabriella 
									un vórtice de microfragmentos policromos 
									filiformes envuelve una figura visiblemente 
									concentrada en un instante de su propio 
									movimiento. ¿Es el espacio que danza o es la 
									bailarina que gira en una nube? Ambas cosas. 
									La mujer aparece, sólida, en un momento 
									dilatado que confiere eternidad al instante. 
									La nube que la confunde en una policromía 
									filiforme parece en cambio desenrollarse a 
									lo largo de una perenne recurrencia 
									sincrónica y a modo de espiral. 
									 
									El movimiento propuesto por
									El gran rojo, en cambio, propone una 
									confrontación menos fuerte entre llenos y 
									vacíos, para determinar una auténtica 
									rarefacción del espacio. Secciones de varias 
									instantáneas de una figura se confunden aquí 
									con aquellas que agolpan los límites del 
									movimiento y sus dimensiones. La fluidez 
									envolvente es sustituida por un gesto más 
									ritmado y repetido, orientado a indicar la 
									dificultad de esta posición. También aquí, 
									como para la obra sucesiva, la danza es 
									interior y solitaria, pero el ejemplo de 
									Éxtasis agrega una ulterior relación. La 
									bailarina se abandona en una danza con el 
									espacio mismo, esfumándose literalmente en 
									el movimiento de ambos. El bailarín 
									inmaterial de esta pareja no conduce o se 
									deja llevar en la danza, pero corresponde a 
									cada gesto y paso configurando una 
									coreografía unitaria y totalmente dual.
									 
									El segundo tema enfrenta una 
									cuestión fantasma subyacente al 
									autorretrato, a menudo protagonista en la 
									pintura italiana y española: el reflejo de 
									sí. Los dos narcisos realizados a casi once 
									años de distancia el uno del otro, 
									constituyen un tema central para Amaya, 
									ofreciendo diferentes pautas para la 
									reflexión. El primer narciso, encuadrado de 
									espaldas, ofrece al espectador sólo el 
									reflejo de su rostro; el vigor de un cuerpo 
									joven y acuclillado que se escruta a sí 
									mismo en la superficie de un espejo 
									contrasta con la faz dudosa e incierta de 
									quien no logra reconocerse. Las modalidades 
									y los cromatismos de esta imagen, que evoca 
									la organización del espacio siguiendo las 
									modalidades de Velázquez, tienden a acentuar 
									tal diferencia: el anverso, que aparece en 
									primer plano, está iluminado con pinceladas 
									amarillas y ocres y sombreado por tonos 
									marrones, grises y azulosos. El frente, que 
									aparece como reflejo del fondo, está en 
									cambio determinado por zonas de sombra de la 
									frente, de los ojos y del cabello. El 
									reflejo, se descubre luego, no es simétrico. 
									Al hombro izquierdo, curvado y sostenido por 
									el brazo tenso, no corresponde su elemento 
									especular, sino el hombro izquierdo real de 
									la figura de enfrente. Igual sucede con el 
									brazo y el muslo. El espejo pues no 
									restituye un reflejo, sino otro, invertido y 
									tal vez irreconocible. Narciso se busca y no 
									se reconoce, perdido en una imposible 
									búsqueda de sí mismo. 
									El modelo de Narciso 
									presentado en la segunda pintura señala una 
									sorprendente superación del tema. Como un 
									eco de la lección asimilada de Caravaggio, 
									también aquí un joven aparece acuclillado, 
									pero esta vez con la cabeza inclinada y 
									orientada hacia una zona subyacente y fuera 
									del cuadro. El espejo de agua del mito, que 
									en la primera pintura era un umbral 
									vertical, aquí ha desaparecido. ¿Dónde está 
									la imagen reflejada? La composición ha sido 
									patentemente vaciada de la profundidad de 
									los campos que diluyen los contrastes 
									vistosos del cuerpo atlético del joven en 
									una policromía nebulosa e indeterminada. La 
									figura, más bien, parece desvanecerse en la 
									dirección de su mirada. Pero, si se observa 
									mejor, Narciso no mira, porque tiene los 
									ojos cerrados. Es un Narciso «en sueño», 
									como indica el título, soñante y alelado, 
									incluso cerca del umbral de la muerte. 
									Narciso, de la voz originaria,
									
									
									significa precisamente 
									alelado, crispado, literalmente narcotizado, 
									o sea «en sueño». Por tal motivo, la flor 
									del narciso, llamada soporífera, acompaña 
									los ritos fúnebres de la antigüedad. En el 
									mito, Narciso es transformado en la flor 
									homónima y encuentra la muerte, por haberse 
									enamorado de su propio reflejo, o sea, por 
									no haber sabido salir de sí y amar a otra 
									criatura. En el cuadro, como en el mito, al 
									reconocerse en el reflejo de sí mismo y no 
									en la búsqueda de otro, su vida pierde 
									sentido. 
									El tercer tema de la poética 
									de Amaya se puede encontrar en la multitud, 
									entendida como extensión y multiplicación 
									del estado de soledad. Dos obras en 
									particular consideran la multitud al 
									poblarse de personajes: Paraíso 
									del infierno y No todo es vigilia la 
									de los ojos abiertos. 
									En Paraíso… un número 
									de personajes colma en diversos planos una 
									escena nocturna. A la izquierda, un cuerpo 
									masculino marcadamente miguelangelesco 
									parece darse vuelta hacia atrás y hacia el 
									centro compositivo de la obra. A la derecha, 
									lo complementa y corresponde un abrazo entre 
									un hombre y una mujer, esta última 
									abandonada y sostenida por los brazos de él 
									que parece levantarla. Los dos núcleos que 
									equilibran simétricamente la composición, se 
									encuentran casi en el mismo plano, pero no 
									comunican entre ellos. Están juntos sin 
									pertenecer al mismo espacio. Del área 
									central y profunda de la pintura emergen 
									figuras aisladas que tienden a acentuar este 
									efecto: el rostro y el torso de una figura 
									masculina que intenta levantarse del suelo; 
									otro hombre acurrucado y aparentemente 
									comprimido por el escenario mismo; un tercer 
									individuo, que se debate en esta oscuridad 
									policroma. Es una multitud de soledades, que 
									no pueden compartir la misma realidad, pues 
									ésta no es legible de manera uniforme para 
									todos. Cada personaje parece participar del 
									propio incomunicable dolor, expresado al 
									unísono también por la pareja que se abraza. 
									Pero no emerge una visión coral, o de común 
									participación. El título mismo, que alude a 
									una posición antitética y difícilmente 
									admisible, empuja al individuo a un 
									equilibrio perenne entre dos mundos o 
									condiciones extremas. 
									Realizado siete años después 
									de Paraíso…, el segundo cuadro 
									presenta esta visión dándole substancia con 
									una afirmación precisa: No todo es 
									vigilia la de los ojos abiertos. La 
									imagen presenta de súbito una paradoja, 
									porque también en este caso ninguno de los 
									personajes de la pintura tiene los ojos 
									abiertos. ¿Qué significa entonces este 
									título? Se trata de un ensayo publicado en 
									1928 por el maestro de Borges, el filósofo y 
									poeta argentino Macedonio Fernández, que 
									propone una reconstrucción de la realidad a 
									partir de estados perceptivos progresivos: 
									la visión racional, la visión onírica y la 
									visión mística. La alternancia de estos 
									estados, guiados por la pasión entendida 
									como participación en la vida, conduce, 
									según Macedonio, a la contemplación de la 
									eternidad. Amaya parece interpretar este 
									pensamiento anulando las referencias 
									espacio-temporales que vinculan la mirada a 
									la visión racional. ¿Dónde se encuentran los 
									personajes de la pintura? El primero, a la 
									izquierda, propone exactamente el escorzo de
									Paraíso…, si bien aquí la composición 
									por campos tirando a manchas vuelve mucho 
									más evidente la disolución de la masa 
									corpórea en el ambiente. El cuerpo, por otra 
									parte, ya no parece retroceder, sino 
									dirigirse hacia adentro con una torsión 
									rotatoria. El resto de la composición 
									mantiene el mismo esquema: otras dos 
									figuras, una masculina y una femenina, 
									provienen de la extremidad del cuadro y 
									parecen dejarse aspirar hacia el centro. El 
									resultado es un movimiento espiraliforme, 
									orientado hacia el centro, que conduce tres 
									personajes autónomos a una misma disolución. 
									Tal estado de visión onírica presenta 
									entonces una realidad diferente de aquella 
									de la simple vigilia racional y mucho más 
									rica y compleja. Una sola multitud se 
									desliza ciegamente hacia lo indeterminado, 
									en un movimiento en espiral al que parece 
									destinada, solitaria y diversa cada una por 
									origen y movimiento, mas no por destinación.
									 
									El cuarto tema del recorrido 
									poético de Amaya es el del viaje dantesco, 
									como aparece en un conjunto de obras 
									dedicadas a la obra del supremo poeta 
									italiano. En 2000 «Piovean di fuoco 
									dilatate falde», inaugura el primero de 
									una serie inspirada en el poema infernal, 
									expresamente descrito por el verso XVI:30 
									del Inferno. El texto describe el 
									escenario de una vasta y silenciosa lluvia 
									de fuego que cae en colas dilatadas como la 
									nieve sin viento en un desierto habitado por 
									grupos de blasfemos usureros y sodomitas. La 
									recreación pictórica presenta la 
									ambivalencia humana y bestial de los 
									condenados, de los rostros distorsionados en 
									máscaras goyescas o ausentes y envueltos por 
									el fulgor naranja de nubes incendiadas. 
									A partir de este cuadro, 
									Amaya emprende un auténtico viaje por los 
									territorios infernales, que lo lleva a 
									realizar en 2002 otras dos obras. La primera 
									«Ma quell’anime che eran lasse e nude» 
									propone a partir del verso III:100 el primer 
									impacto con las almas miserables y desnudas 
									de los condenados, que se aprestan a superar 
									el umbral de la antesala del infierno y «Or 
									discendiam qua nel cieco mondo», 
									en el que aparece, en IV:13, una visión de 
									la ciega e inmensa profundidad del cono que 
									desciende hacia el infierno. El mundo 
									«ciego» de Amaya es un mundo privado de la 
									luz del pensamiento y por lo tanto demente: 
									he aquí entonces que la profundidad infernal 
									asume la policromía vivida y contrastada por 
									una realidad violenta visible para todos en 
									su absurda ceguera. En 2003 el autor retoma 
									el tema con «Elle giacean per terra tutte 
									quante» – 
									
									
									Inferno 
									VI:37 – 
									
									en el que una lluvia grave, 
									rumorosa y constante aplasta contra el suelo 
									sombras faltas de una real consistencia 
									corpórea. En el lienzo una tempestad de 
									colores puros se abate sobra una figura 
									semi-supina y parece hacer precipitar con 
									movimiento fluctuante otras dos 
									aparentemente despojadas de masa. Aún más 
									contrastada que en la obra precedente, la 
									luminosidad de la escena añade violencia y 
									dureza al impacto de la condición de los 
									condenados. Se percibe un infierno 
									existencial, dominado por una mancha líquida 
									y petrificada al mismo tiempo, vital en la 
									eterna violencia que comunica una selva 
									animada. 
									Completa hasta hoy la serie
									Abandono celeste, dedicado al 
									tránsito hacia el Purgatorio, que 
									indica el desarrollo ulterior orientado 
									hacia otros cantos dantescos: aquí dos 
									figuras parecen corresponder a dos mundos y 
									contextos separados por un límite marcado 
									por un horizonte lineal. Se trata del 
									despertar de Dante del infierno y de su 
									ingreso en el purgatorio a través del rostro 
									de la guía femenina del paraíso, Beatriz, 
									delicadamente abandonada y casi melancólica 
									en una esfera también cromáticamente 
									celeste. El evidente tratamiento de la 
									paleta, la diversidad prospéctica de los 
									cuerpos y el umbral horizontal subrayan, en 
									fin, una diversidad esencial, como aquella 
									entre vigilia lúcida y onírica, o entre 
									tierra y cielo, o incluso entre masculino y 
									femenino, pero sugieren también el deseo de 
									superación y de fusión entre mundos y 
									dimensiones lejanas y diferentes. 
									El quinto tema encara el 
									problema de la narración en el espacio, o 
									sea la definición temporal de una serie de 
									imágenes. A la base de la composición de 
									casi todos los trípticos pictóricos, se 
									verifica en Amaya la presentación de 
									individuos solos antes, durante y después de 
									un evento. Como en tres fotogramas de un 
									único movimiento, la figura resulta siempre 
									transformada en su estado a partir de 
									veloces cambios en la posición, el 
									cromatismo o la composición. El efecto 
									general de mutación de una figura a otra es 
									siempre muy superior a las señales que lo 
									evidencian, precisamente porque el flujo de 
									la temporalidad interrumpe e inmoviliza la 
									visión pictórica.  
									Esta hipótesis halla su 
									origen en 1989 con el tríptico Tres modos 
									de malentender y reaparece en 1994 con
									Enigma de la Esfinge, en el que tres 
									rostros femeninos interpretan otras tantas 
									estaciones de la vida. En 2001 el tema se 
									retoma y el pintor lo elabora en forma 
									madura con la obra Tríptico del fuego. 
									El primer plano de una figura femenina 
									despunta a la izquierda de una compleja 
									composición de manchas. Su mirada se dirige 
									más allá de la pintura, en una tensión 
									motivada por un ailleurs. El mismo 
									personaje reaparece en seguida con los ojos 
									cerrados y la cabeza inclinada, como quien 
									comprime en una torsión definitiva la mirada 
									precedente. Le responde, como en 
									contrapunteo, a una nueva presencia sobre el 
									lado derecho, visible en un plano diferente 
									y presente en el espacio hasta el torso, que 
									parece reproducir la tensión emotiva de la 
									primera escena. El tercer cuadro cancela 
									definitivamente la figura protagonista, 
									sustituyéndola con la del fondo del primero 
									que aparece en la misma posición pero con un 
									escorzo diferente. ¿Qué ha pasado? Un evento 
									perceptivo, señalado por la visión de la 
									primera figura, lo repite aparentemente la 
									segunda. En realidad el suceso es 
									irrepetible, así como insustituible lo es el 
									individuo. La repetición de un gesto, un 
									rostro, una mirada, no produce sincronía, 
									sino ciclos insertados en una estructura 
									temporal irreversible y diacrónica. La 
									última escena no es la primera, porque quien 
									la interpreta es otro. Nace la hipótesis de 
									que el tiempo, por más que sea cíclico y 
									compuesto por eventos repetibles, contenga, 
									de todas maneras, una dimensión diacrónica 
									que vuelve irrepetibles los individuos e 
									irreversibles los acontecimientos. 
									El Tríptico de la 
									tempestad desarrolla en 2004 esta 
									visión, volviendo a proponer la estructura 
									compositiva del Tríptico de la selva 
									e incluso la de Tres modos de malentender, 
									estos últimos trípticos en pintura y dibujo 
									de grandes dimensiones, los dos de 1989. En 
									ellos, la misma figura aparece en tres 
									escorzos –de tres cuartos, frontal y de 
									nuevo de tres cuartos especular al primero–, 
									en una tensión de todo el cuerpo dirigida 
									hacia lo alto. La versión de La tempestad 
									respeta esta composición, pero la secuencia 
									temporal narra un suceso completamente 
									diverso. Una serie de manchas de impronta 
									informal o figurativa que evocan el gesto de 
									Tápies, el trazo de Tamayo o la policromía 
									de Obregón, determina tres órdenes de 
									movimientos horizontales; esta fluctuación 
									la anima una paleta circular que gira 
									entorno al turquí, compuesta por azul 
									cobalto, rojo cadmio oscuro, verde veronés y 
									calibrada por una compacta transición 
									ocre-tierra de siena. El escenario, 
									literalmente tempestuoso, se sostiene con la 
									sola configuración abstracta de los tres 
									movimientos independientes entre sí. No 
									obstante, en la parte superior de cada uno 
									de las tres núcleos policromos se delinean 
									los rostros de una figura que cambia junto 
									con el propio espacio. La fusión entre masa 
									y mancha es tal que logra desacelerar la 
									emersión óptica de los cuerpos al punto de 
									llevarlos a una lenta suspensión e 
									indeterminación, casi a tener que 
									preguntarse si un cuerpo pueda realmente 
									habitar un espacio. Un individuo, 
									lúcidamente consciente del repentino e 
									inevitable cambio de escenario, no lo 
									combate ni lo resiente: se compenetra con la 
									tempestad, confrontándose valerosamente con 
									un horizonte de eventos que circundan el 
									abismo. 
									El sexto tema aborda la 
									naturaleza de la existencia humana, 
									entendida en sus orígenes como irreversible 
									caída en el mundo, para evolucionar hacia un 
									equilibrio entre estados opuestos y llegar a 
									la idea de transformación y pasaje hacia la 
									vida. 
									La primera obra que marca un 
									abierto inicio de esta temática en 1989 es, 
									una vez más, La caída, con el 
									personaje femenino suspendido boca abajo. Su 
									contrario, desenfocado y apenas perceptible, 
									tiende los brazos hacia lo alto, como para 
									ratificar el deseo que opone y combate un 
									estado de encarcelamiento existencial. La 
									idea de caída en realidad tiene un comienzo 
									ya en 1987, con la interpretación del mito 
									de Ícaro elaborada en una serie de dibujos 
									de gran formato, en los que una figura 
									masculina falta de alas se precipita 
									velozmente hacia un abismo aparentemente sin 
									límite y con una aceleración a guisa de 
									parábola. Si en La caída este 
									principio se aplica a la condición del 
									individuo condenado a una suspensión volcada 
									hacia abajo, con el tiempo el pintor retoma 
									y reinterpreta la figura de Ícaro en un 
									contexto más amplio. De 2004 es, 
									precisamente, la versión de Ícaro entre 
									esfinges, donde un Ícaro en una visión 
									frontal se coloca entre dos rostros 
									simétricos. La especularidad de esta 
									composición resulta inmediata: un desnudo 
									masculino orientado hacia abajo se opone, 
									por dirección y naturaleza, a dos rostros 
									femeninos, opuestos también en la luz diurna 
									y nocturna que emiten. La caída es aquí el 
									descenso de un cuerpo tenso, materialmente 
									masculino, que no puede comunicar con su 
									esfera opuesta, a-corpórea, inmaterial y 
									femenina. En el lienzo Abandono celeste, 
									dos mundos tampoco se encuentran, resultando 
									literalmente separados por un umbral. Aquí, 
									en cambio, aparecen totalmente 
									compenetrados. Ícaro que se precipita desde 
									lo más alto de su soberbia, atraviesa sin 
									verla la eternidad sidérea contemplada por 
									las esfinges, inmóviles e inconocibles en 
									una perenne alternancia de lo diurno y lo 
									nocturno. 
									El tema, sin embargo, está 
									destinado a evolucionar todavía, creciendo 
									de nuevo sobre la propuesta poética de La 
									caída y desarrollando ulteriormente la 
									idea de transformación inaugurada en 1992 
									con Metempsicosis y más de una vez 
									indicada como elemento fundacional de la 
									experiencia humana. La obra más reciente de 
									esta producción, Del Maíz, presenta 
									un personaje que no cae, sino que brota de 
									un origen distante y desconocido. No se 
									eleva, transmigrando hacia otra dimensión y 
									tampoco se precipita. Su movimiento, 
									lentamente rotatorio, crea un efecto de 
									emanación desde la profundidad, desde las 
									vísceras hacia el exterior, como si se 
									tratara de un nacimiento. Es un cuerpo 
									desnudo que no permanece suspendido o 
									colgado sino que llega al mundo a través de 
									un proceso de salida, de laboriosa 
									transformación de un estado a otro. La 
									expresión del Maíz hace referencia al título 
									de una novela del Nobel guatemalteco Miguel 
									Ángel Asturias, Hombres de maíz, que 
									a la vez repropone un mito maya de la 
									creación del hombre, plasmado por los dioses 
									con masa de maíz. En esta significativa 
									cosmovisión el hombre americano llega al 
									mundo como resultado de una lenta y 
									laboriosa combinación de naturaleza y 
									esfuerzo que termina en una forma 
									reconocible, animada y de color amarillo 
									oro. De un amarillo que sólo un artista 
									americano puede haber interiorizado, junto a 
									una paleta abigarrada que, lenta pero 
									inexorablemente, abandona o se distancia del 
									cromatismo europeo. 
									Así es el nacimiento, parece 
									sugerir Amaya, que sintetiza en un evento la 
									dificultad y, al mismo tiempo, las infinitas 
									posibilidades de transformación que ofrece 
									la condición humana. 
									Hilando estos temas –el 
									espacio danzante, el reflejo de sí, la 
									multitud, el viaje dantesco, la escansión 
									del tiempo y la transformación– se puede 
									fijar una trama reticular común; estos 
									elementos arman los nudos de una estética 
									del sufrimiento, que emplaza, a su vez, una 
									visión dramática pero valerosa de la 
									existencia humana. Los protagonistas de esta 
									realidad aparecen constreñidos al perpetuo 
									tormento espiritual de la travesía de lo 
									insuperable. A veces son espíritus que 
									atraviesan el infierno azotados por una 
									tempestad de fragmentos, o se trata de 
									cuerpos débilmente fluctuantes en ambientes 
									enrarecidos, o más aún, figuras que se 
									destacan, a trechos, vibrando entre las 
									frondas. Estos cuerpos, entre las manchas en 
									perpetua tensión y transformación, se 
									debaten entre periodos de constricción e 
									instantes de libertad, desplegando la 
									energía de una gran desesperación. Es una 
									estética del dolor como experiencia 
									ineluctable, que destruye y vuelve a crear 
									al ser humano, regenerando, de vez en vez, 
									la vida. Se advierte un renacimiento tan 
									intenso que es capaz de ignorar el límite 
									natural impuesto por el tiempo y el espacio. 
									Pero a la vez tan enérgico que es diestro en 
									animar esa mancha salvaje que protege entre 
									las sombras a los vivos en quietud o los 
									redime, en la luz, durante la tempestad. 
									Porque si se observa la obra de Amaya con 
									atención, ella demuestra que hay realmente 
									vida en la mancha. |